viernes, 26 de febrero de 2016

Donde viven los monstruos - Maurice Sendak

A la edad de siete u ocho años, un catarro mal curado convirtió mis pequeños pulmones en el escondrijo ideal de un nutrido ejército de bacterias. A pesar de los esfuerzos de los médicos que me trataban, fueron necesarios varios meses para lograr que la infecta tropa depusiese las armas y se rindiese de una vez por todas. Cuando uno sube los peldaños de la “adultez” –hacerse mayor nos vuelve a todos un poco estúpidos, de ahí que me divierta usar este término tuneado–, los meses no pasan, más bien huyen, pero, siendo niño, los días se dilatan como el más elástico de los chicles y un mes puede llegar a sentirse como una condena a cadena perpetua. Así, recluida entre cuatro paredes, y teniendo fuerzas únicamente para arrastrar mis dos trenzas por el suelo del baño a la alcoba (toda una pena negra), mis posibilidades de cavar un túnel y escapar eran tan remotas que no me quedó más remedio que aceptar la sentencia y curiosear aquellos artefactos rectangulares que mi madre y mis hermanos habían ido dejando en la mesilla como en el que no quiere la cosa.

Quizá compadecidos porque andaba yo como Segismundo, Dahl, Ende, Mebs, Sendak y Jansson, entre otros, fueron tan amables de colarse en mi cuarto de puntillas para contarme las más fascinantes y entretenidas historias mientras movían las manecillas del reloj. Los días pares me traían simpáticos trols de los bosques del Norte o maquinistas de tren tiznados de hollín, y los impares, me llevaban de paseo por fábricas de chocolate o a lugares tan mágicos como remotos. Los días intermedios, para variar, siempre aparecían terribles monstruos, porque de todos es sabido que Aburrimiento, Rabia y Fastidio son muy pero que muy amigos de los seres terribles que pueblan este mundo y los de al lado...






Título: Donde viven los monstruos
Autor: Maurice Sendak
Ilustrador: Maurice Sendak
Editorial: Alfaguara 
Fecha de la primera edición: 1963
Edad en la que me baso para realizar este análisis: 6-7 años


Maurice Sendak (Nueva York, 1928 – Connecticut, 2012) es uno de los autores de literatura infantil más afamado y reconocido del siglo XX. Su personalísima obra, premiada con galardones tan prestigiosos como el premio Hans Christian Andersen de ilustración, el Memorial Astrid Lindgren o la Medalla Caldecott, rezuma calidad técnica y un estilo realista que pronto lo distinguió de sus coetáneos, más tendentes a la abstracción. Y es que uno de los rasgos que de forma más fiel define la esencia de la extensa obra de Sendak es precisamente esa tendencia a nadar a contracorriente, a la libertad.

«El libro ilustrado es mi campo de batalla. Es donde yo me expreso. Es donde yo consolido mis poderes y los uno en lo que, espero, es una forma legítima y viable, significativa para otros y no solo para mí. Es donde trabajo. Es donde vuelco esas fantasías que han estado conmigo toda mi vida y donde les doy una forma que significa algo. Yo vivo dentro del libro ilustrado: es ahí donde libro mis batallas y donde espero ganar mis guerras».


Dice el refranero popular que “no debemos juzgar un libro por su cubierta”, pero yo, como Wislawa Szymborska, también prefiero las excepciones. Así pues, os hablaré brevemente sobre el formato y el diseño de la edición de Alfaguara que en estos momentos descansa sobre mi mesa. Se trata de un ejemplar en cartoné de un tamaño ligeramente inferior a un A4. Esto, unido a que el gramaje del papel no es muy elevado y el libro tan solo cuenta con unas treinta y tantas páginas, hace que apenas pese y sea de cómodo manejo para los niños, ya lo lean en el suelo o lo dejen descansar sobre las piernas, que es lo más habitual en estas edades.

La cubierta, en verde y amarillo, muestra una imagen de Max empuñando un cetro como si de una espada se tratase. A lomos de uno de los monstruos, y flanqueado por otros dos, recuerda sin mucho esfuerzo a un caballero medieval que retorna victorioso de la batalla subido a su corcel. La viva estampa del egocentrismo infantil. 

¿La elección de los colores es gratuita? Me inclino a pensar que no. Así pues, voy a intentar dilucidar un probable porqué de esa combinación frente a todas las posibles, que son infinitas. Si saliésemos a la calle a preguntar a los viandantes qué les evoca el color verde, la mayoría seguramente nos diría que tranquilidad, serenidad, armonía, entornos naturales frescos y apacibles... Un buen contrapunto a tanta fiera suelta, ¿no creéis? Recordemos que las editoriales quieren vender, atraer a los niños y a sus papás, no asustarlos mortalmente. Se trata de un libro de monstruos terribles, sí, parece querer decirnos la portada, pero, ¡que no cunda el pánico!, que no es para tanto. Asimismo, el color amarillo también está impregnado de contradicción. Por un lado, se asocia con la felicidad, la alegría, lo vital y optimista; por el otro, con los celos, la envidia, el egoísmo, etc., emociones todas ellas tan monstruosas como humanas. En definitiva, la personalidad de Max, esas vívidas y discordantes emociones de la infancia, coloreadas sin caer en la obviedad del blanco y el negro.

Faltaría solo hablar de la tipografía, que en este caso le cede todo el protagonismo a la imagen, ya que se trata de un tipo de letra carente de fantasía, una tipografía con remates o serifas de lo más tradicional, pero de fácil lectura. 

Y ahora que ya hemos observado minuciosamente la cubierta, abramos el libro y perdámonos en sus cuidadas y realistas ilustraciones. Se me ocurre, al observarlas con detenimiento, que son tan naturales y auténticas que dan pie incluso a hacer un análisis del cuento a partir de la expresión facial de Max.   

Donde viven los monstruos es un bellísimo y complejo poliedro temático, así que no me ha resultado nada sencillo decidirme por un único tema principal. Antes de sentarme a redactar estas líneas, pensé que podría hablar del miedo como motor de cambio y crecimiento, o centrarme en el poder catártico de la fantasía, también se me ocurrió abordar el análisis a partir de una idea también recurrente en el cuento, el conflicto, ya sea este de carácter personal o social. Sin embargo, tras mucho meditar sobre el asunto, llegué a la conclusión de que, al ir creciendo (el libro también lo había hecho conmigo), y casi sin percatarme de ello, había ido olvidando el verdadero valor y encanto de Donde viven los monstruos, aquello que lo convirtió en uno de mis tesoros cuando era niña y que hace que hoy se lo lea a mis hijos con una renovada emoción: trataba sin tapujos, sin moralinas de ningún tipo, sin esos aburridísimos filtros políticamente correctos que tanto gustan a los adultos un tema un tanto tabú: el sufrimiento infantil. Al igual que los adultos, los niños sufren. Ya sé que nos encantaría que no fuese así, pero no podemos evitarlo. En sus pequeños cuerpecitos sienten los arañazos del miedo y la ansiedad con la misma virulencia que los adultos, se ven superados con frecuencia por un gran número de emociones o tensiones que no saben gestionar y se enfrentan o escapan de ellas como buenamente pueden, como les dejamos o como les hemos enseñado a hacerlo. Y es precisamente en este punto donde creo que reside el éxito de la historia de Max. Los pequeños lectores siguen empatizando rápidamente con el protagonista porque se identifican con su estado anímico, hacen suyos todos esos sentimientos que supuestamente como personas de corta estatura les están vetados: rabia, tristeza, desilusión, angustia, ira... En palabras del propio Sendak: «algunas personas tienden a sentimentalizar la infancia, a ser sobreprotectores y a pensar que los libros para niños han de amoldar y conformar la mente a los patrones aceptados de comportamiento, logrando niños sanos, virtuosos, sabios y felices».

De un tiempo a esta parte, los estantes de muchas librerías infantiles han sido tomados por títulos que tienen como objetivo explicar a los niños, por ejemplo, qué son las emociones y cómo deben manipularlas y clasificarlas en botes como si fuesen el mismísimo Linneo. Un poco perpleja, no puedo evitar acordarme de un pasaje de la obra Psicoanálisis de los cuentos de hadas en el que Bruno Bettelheim (archienemigo de Sendak, dicho sea de paso) comparaba las caperucitas de Perrault y los hermanos Grimm y cuestionaba el exceso de pedagogía en los cuentos del francés extrayendo al tiempo interesantes conclusiones sobre el modo en el que los niños obtienen enseñanzas de la literatura: «si se detalla el significado que el cuento tiene para el niño, aquel pierde su valor. Al ir madurando, el niño descubre nuevos aspectos de los cuentos y esto le confirma la idea de que ha llegado a una comprensión más madura, puesto que la misma historia le revela ahora mucho más que antes. Esto solo puede suceder si no se le dice al niño, de manera didáctica, lo que se supone que transmite la historia, es decir, solo cuando el niño descubre espontánea e intuitivamente los significadosde un cuento que hasta entonces habían permanecido ocultos. Gracias a este descubrimiento, un cuento deja de ser algo que se había dado al niño para convertirse en algo que él ha creado en parte». 

Parece claro que la literatura de Sendak, casi sin pretenderlo, nos empuja precisamente a eso, a sentir, a conocernos, a vivir, y todo ello de una forma tan natural como sincera, sin los artificios ni el encorsetamiento del didactismo. 

Como vengo apuntando, Donde viven los monstruos es una de esas grandes obras de la literatura que se van enriqueciendo con los años y las sucesivas lecturas. Los “otra vez, mamá” de mi hijo de dos años y el interés con que mi padre sigue abordando su lectura me confirman, en un ámbito puramente doméstico, que se trata de un libro con la capacidad de enganchar de igual forma a lectores de chupete y bastón. Sin embargo, al tener que establecer un rango de edad ideal para elaborar este análisis, me inclino a pensar que un buen momento para que los niños se adentren en el fantástico mundo de Max podría ser entorno a los 6-7 años. Es el momento en el que comienzan a aparecer miedos de diversa índole (1) y, además, y por primera vez, los niños toman conciencia de que algunas situaciones pueden provocar más de una emoción al mismo tiempo, así como que todo acto tiene una consecuencia (2).

Esta última idea me viene genial para enlazar con el apartado de la estructura, ya que la secuencia planteamiento-nudo-desenlace del cuento hace que los niños de esta edad interioricen un poco más si cabe esa novedosa percepción de la acción-reacción. 

Max, el protagonista de esta historia, es un niño con una imaginación y una creatividad desbordantes que, por lo que parece, no está teniendo un día muy fino. Ataviado con un disfraz de lobo (el malo malísimo de los cuentos por excelencia), es tan capaz de montar un refugio con una sábana como de dibujar las criaturas más feroces y aterradoras imaginables. Pero no contento con eso, ya en las primeras páginas del libro, el intrépido e indomable Max deja claro al lector que no es un personaje plano y al uso. Con una cuerda, ha colgado a su osito de peluche sin ningún miramiento, tiene un martillo y lo usa, y, como guinda a este pastel de rebeldía, persigue a su pobre perro tenedor en mano dejando claro quién es la fiera de la casa. No es de extrañar, por tanto, que su madre, personaje en la sombra, le grite aquello de «¡MONSTRUO!» (así, en mayúsculas y todo), que tanto escandalizó a muchos progenitores de los sesenta, y tampoco puede sorprender a nadie que cualquier niño que abra el libro y se dé de bruces con semejante figura o bien se sienta identificado con él (las madres regañan mucho y no siempre lo hacen con la claridad necesaria) o bien quiera ser su amigo para seguirle en sus andanazas.

«¡TE VOY A COMER!», le grita Max a su madre muy enfadado antes de ser enviado a la cama sin cenar. Y es justo en este punto cuando da comienzo el desarrollo de la historia. La cara de nuestro pequeño protagonista deja claro que se está cometiendo una terrible injusticia, un ultraje en toda regla, lo que, sin lugar a dudas, lo convierte inmediatamente en el héroe indiscutible de su mundo, un mundo que crece a su alrededor y se lleva por delante paredes y techo. ¡Qué poderosa es la imaginación derribando muros y destruyendo fronteras! De la nada aparece ¡un mundo entero!, con su océano y todo, y Max no tiene otra opción que hacerse a la mar (para algo el barco atracado en la orilla lleva su nombre) y surcar sus frías aguas hacia un destino que pronto es bautizado como el lugar donde viven los monstruos. Ahí es nada. 

El recibimiento es terrible, como cabría esperar, y una peligrosa manada de monstruos le aguarda en tierra dando muestras de su fiereza y peligrosidad. Pero Max no se amilana y les manda cerrar el pico a todos y estarse quietecitos (me atrevo a pensar que imitando los gestos y las palabras de su propia madre). Ahora ese inhóspito y recóndito lugar ya tiene un rey, y las leyes del recién estrenado monarca están bien claritas, no como las de casa: ¡no hay normas! O, en palabras del propio Max, «¡que empiece la juerga monstruo!». 

Así, entre juegos y risas, colgados de los árboles o cantando a la luz de la luna, los monstruos ya no son tan monstruos, y sus ojos, garras y rugidos ya no son tan terribles. Varias páginas dura la jarana, páginas en las que no hay ni texto... ¡Ni falta que hace! Pero, al igual que ningún ser humano podría soportar que se prolongase en el tiempo el alboroto emocional de los primeros meses de enamoramiento porque sufriría una angina de pecho, Max tampoco puede ya con tanto caos y diversión y, de golpe y porrazo, pone un poco de orden al grito de «¡se acabó!», y los manda a todos a la cama sin cenar (¿os suena de algo?). Planea de nuevo sobre todos ellos el personaje de la madre, y esta vez viene acompañado de ternura y de un ineludible «olor a comida rica». La lucha interna ha terminado. Mediante el juego, en el plano de lo imaginario, ese mágico lugar donde se puede ensayar y probar sin temor a las consecuencias, Max ha experimentado con la realidad sin estar dentro de ella (3). Llegó la hora de que el héroe vuelva a casa.

Al llegar a su cuarto, y por primera vez en todo el cuento, la capucha del disfraz se desliza sobre los hombros de Max y podemos contemplar unos mechones rebeldes y lo que hay debajo de la piel del lobo: un niño cansado y hambriento que echa de menos a alguien «que le quiera más que a nadie». Maravilloso ejemplo de que se puede ser tiernísimo sin caer en la noñería o de que los niños son muy capaces de convertirse en protagonistas de su propio aprendizaje sin necesidad de que los adultos les aleccionemos a cada instante.  

Se cuenta por ahí que a Sendak le costó lo suyo que los editores aceptaran su historia sin cambiarle ni una coma, y que incluso le pusieron pegas a la frase final del libro: «y todavía estaba caliente» (en referencia a la cena). Les gustaba más el adjetivo «tibia», por lo visto, pero Sendak de templado debía de tener bien poco, para fortuna nuestra, y se mantuvo en sus trece las más de las veces. Si bien es cierto que, para la franja de edad que he establecido como ideal, algunas de las oraciones que encontramos en el texto son demasiado largas o complejas en lo que a estructura se refiere (abundan las subordinadas, por ejemplo), en líneas generales, el lenguaje del cuento es bastante sencillo, natural y directo. A excepción de la palabra «liana», que puede verse como un poco más exótica, el resto de los términos empleados son de uso habitual y bien conocidos por los niños de esa edad. En cuanto a las figuras retóricas, encontramos las justas. La poeticidad de lo que se nos narra no se sustenta en un lenguaje artificioso, sino en la magia de la propia historia, en su atractivo protagonista. A pesar de ello, sí encontramos alguna que otra figura retórica: hipérbole («las paredes se convirtieron en el mundo entero»), metáfora («marchó navegando a través del día y de la noche, entrando y saliendo por las semanas») o reiteración («rugieron sus rugidos terribles y crujieron sus dientes terribles y movieron sus ojos terribles y mostraron sus garras terribles»).

Y llegados a este punto, solo me quedaría rematar la entrada con una conclusión, pero como llevo varios días haciendo pelotas de papel virtuales con cada párrafo que escribo y empiezo a perder la poca cordura que me resta, dicho sea de paso, voy tomarle prestadas unas palabras a M.ª Carmen Díez Navarro (4)«Yo, la verdad, no me siento capaz de dictarles moral para que ellos la cumplan ni de "explicarles valores" como si, solo por entenderlos, ya los fueran a llevar a la práctica. Más bien les hago actuar y opinar con la mayor claridad que puedo sobre lo que va pasando entre ellos y conmigo. También les doy pie a que hagan sus tanteos y expresen sus hipótesis sobre lo que consideran que ocurre y por qué, sobre lo que sienten, sobre lo que creen que sienten los demás, sobre qué razones creen que les mueven para hacer o no tal o cual cosa».
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(1) Los miedos infantiles en la literatura para niños. Fundación Germán Sánchez Ruipérez. (http://www.fundaciongsr.org/documentos/miedos.pdf). 
VV.AA. Miedo a nada... Miedo a todo... El niño y sus miedos. Graó. Barcelona. 
(2) Palou Vicens, S. Sentir y crecer. El desarrollo emocional en la infancia. Graó. Barcelona
(3) Aucouturier, B. Los fantasmas de acción y la práctica psicomotriz. Graó. Barcelona.
(4) Díez Navarro, M. El piso de abajo de la escuela. Los afectos y las emociones en el día a día de la escuela infantil. Graó. Barcelona.