lunes, 28 de marzo de 2016

Fire Walk with Me (Actividad voluntaria)


    Hace ya algunos años, mejor no pensar cuántos, un capítulo de Doctor en Alaska me convirtió de la noche a la mañana en coleccionista de Caperucitas. Me di un buen golpe al caer del guindo, no lo voy a negar, pero me vino bien el leñazo, porque, gracias él, nunca jamás volví a leer los cuentos clásicos sin mis gafas de bucear. A continuación, podéis deleitaros, si tenéis curiosidad, con el encuentro entre Maggie O'Connell y el lobo. Además de que el fragmento es un auténtico joyón (como toda la serie, por otra parte), puede servirnos igualmente de resumen audiovisual de las teorías de Bruno Bettelheim acerca de la nietísima de los cuentos de hadas. 



    Pero no fue esta que os cuento del submarinismo la única secuela del accidente. Desde aquel momento, empecé a ver caperuzas rojas por todas partes. ¡Hasta la mismísima Laura Palmer llevaba una! Era fascinante comprobar cómo el personaje que había pasado sin pena ni gloria por mis primeras lecturas se colaba ahora en muchas de las novelas que leía, en algunas de las películas o series que veía, en cómics, en exposiciones, etc. Delirante...

   ¿Qué podría implicar tanto homenaje –ya fuese deliberado o inconsciente–? ¿Por qué una niña/joven con una cesta era capaz de atraer el interés de un público tan variopinto? ¿Cómo era posible que viajase  en el tiempo sin envejecer lo más mínimo –es necesario recordar que ya se paseaba alegremente por este planeta de locos mucho antes de que Perrault la atrapase valiéndose de su pluma–? Pues la respuesta a todas estas preguntas me parece hoy bastante sencilla, pero no por ello menos fascinante: el personaje de Caperucita tiene más volumen, anzuelos y trastienda de lo que a priori podría parecer. Se trata de un estupendo y mundanal cóctel "shaken, not stirred", que diría Bond, de inocencia y sexualidad incipiente. Y algo todavía más importante: representa a la perfección esa duda tan humana que de vez en cuando nos mece a todos entre el deber y el placer. Porque supongo que, el que más y el que menos, se ha salido alguna vez del camino para coger flores o lo que se tercie.

    Seguiría horas y horas profundizando en la psicología del personaje y demás "sesudeces" de comedora de libros con gafas, pero voy a ver si me centro un poco y os hablo de lo que realmente me ha movido a abrir esta entrada. Está claro que a mí el lobo no me pillaría pegando saltitos cerca del sendero, sino andando por las ramas.

    En fin, al grano. Como soy una Rob Gordon de la vida y no puedo evitar hacer un top 5 de todo lo que pillo, me he propuesto seleccionar las cinco versiones del clásico que, por uno u otro motivo (los iremos viendo), me resultan más interesantes u originales para acercar este archiconocido cuento a niños de infantil con edades comprendidas entre los 5 y 6 años. 

   Me he tomado la molestia de venirme al bosque para tomar las fotografías y redactar esta entrada, así que, si la dejo a medias, quizá no sea culpa mía, sino del lobo...   


Título: Caperucita Roja
Editorial: Kókinos
Texto: hermanos Grimm 
Ilustraciones: Kvéta Pacovska




No os contaré la vida y milagros de la Pacovska porque para eso están ya la Wikipedia y sus secuaces. Sin embargo, sí me detendré someramente a describir el vigor y la energía de sus ilustraciones, capaces de zamparse de un solo bocado, como si del lobo se tratase, a los mismísimos Grimm. Estamos ante una versión nada convencional del cuento de Caperucita que estoy segura de que los niños, siempre mucho más abiertos, receptivos y vanguardistas que los adultos, sabrán apreciar y disfrutar de lo lindo. Tanto los trazos como el colorido de esta Caperucita son tan potentes, tan dinámicos, que por momentos el texto se difumina y se convierte en una mácula borrosa a la que uno solo atiende con el rabillo del ojo. Arte para niños, vaya.  

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Título: La noche de la visita
Editorial: A buen paso
Texto e ilustraciones: Benoît Jacques

    

Versión absolutamente contraindicada para caras de acelga y demás fauna que puebla las esquinas tristes del cosmos. Quien abra las páginas de este libro debe estar preparado para la que se le viene encima: un torrente de rimas majaretas y de equívocos desternillantes. Eso sí, que nadie espere encontrar a Caperucita por ningún lado, que la niña sigue en el bosque dale que te pego con las flores mientras se desarrolla la historia.
En las negras ilustraciones de este remake atípico del clásico (aclaro que está todo oscuro porque es de noche, como reza en el título –nota para los despistados o los miopes–), tan solo se dejan ver la abuelita, más teniente alcalde que Goya, y el desquiciado lobo.
¿No os pica el gusanillo? Pues hale, a buscarlo en la biblioteca o a comprarlo en una librería de barrio, que los de Amazon no están dados de alta en autónomos ni tienen una hipoteca que pagarle al banco.    

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Título: Lo que no vio Caperucita Roja
Editorial: Edelvives
Texto e ilustraciones: Mar Ferrero 

 
Iba a ponerme muy propia y a abrir la reseña sacando a colación a Leibniz, Nietzche y Ortega, pero los jueves ando ya en modo fin de semana, así que me voy a dejar el perspectivismo para septiembre y os hablaré de este libro a la pata la llana (cómo me gusta colocar esta expresión cada vez que se me presenta la coyuntura, de verdad de la buena).
En fin, ¿nunca os habéis preguntado al leer un cuento qué sería de la historia si en lugar de un narrador que vete tú a saber de dónde ha salido y qué intenciones lleva la contase cualquiera de los protagonistas? ¿No? Pues vaya tela, me fastidiáis el siguiente párrafo... ¿Sí? ¿Alguien al fondo dice que sí? ¡Pues adjudicada, ya tienes versión de Caperucita a tu imagen y semejanza!
Lo que nos propone Mar Segarra es un paseo por los zapatos de los distintos personajes del cuento, y ya de paso, como el que no quiere la cosa, nos regala una estupenda lección vital: la lucha entre Prejuicio y Empatía debería ganarla siempre la segunda, que además es mucho más mona, dicho sea de paso.    

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Título: Una Caperucita Roja

Editorial: Océano Travesía
Texto e ilustraciones: Marjolaine Leray


 

¡Atención, spoiler!: el lobo muere envenenado. Bueno, una vez dicho esto, ya me quedo más tranquila. No vaya a ser que se encuentre en la sala algún plasta edulcorado de esos que de tanto darle a sus hijos píldoras empapuzadas en azúcar los ha convertido en diabéticos mentales. Criaturitas... 
Caperucita es una niña, sí; va de rojo, sí; pasea sola por ahí, sí. Hasta aquí todo como siempre. Pero, ¿y si os dijera que es más lista que el hambre y que pone al lobo en su sitio al más puro estilo Ellen Page en Hard Candy (otra caperuza en el cine)?
Niños del mundo, no tengáis miedo de los lobos que os acechan, que son muchos y no siempre peludos, porque tenéis la mejor de las armas para defenderos: el ingenio. Me apetecía ponerme un poco en plan Perrault, mil perdones. 

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Título: El gato, el perro, Caperucita Roja, los huevos explosivos, el lobo y el armario de la abuelita
Editorial: Bruño
Texto e ilustraciones: Diane y Christian Fox



  
Con este título me están entrando ganas de no añadir nada más (siendo honesta también tengo hambre, que son las dos de la tarde), pero voy a hacer de tripas corazón (será por el hambre también) y terminaré lo que he empezado, que para eso me he metido yo en este 'fregao' de forma voluntaria.
El argumento es sencillo: un gato le cuenta a un perro el cuento de Caperucita y, con más razón que un santo, el perro no entiende absolutamente nada y se dedica a interrumpir el relato cada dos por tres con las preguntas más pertinentes a la par que surrealistas que os podáis imaginar. Conclusión pedestre: el desmadre padre.


Y ahora sí que sí, voy a ver si encuentro una tasca en este bosque, que me rugen de gusa las entrañas. ¡Mira, qué suerte! Por ahí se acerca un tipo muy peludo, voy a preguntar...  













 

viernes, 18 de marzo de 2016

Adaptación de un cuento de los hermanos Grimm

     
    Érase una vez, en un lejano país más allá de las montañas, un rey y una reina que se amaban con todo el corazón. Su afecto era tan puro y tierno que todos los habitantes del reino, ya fuesen altos o bajos, gordos o flacos, guapos o feos, se emocionaron con la llegada al mundo de la primera hija de los monarcas, una niña risueña y bella a partes iguales. La desgracia quiso que, a los pocos días del nacimiento de la princesa Hildoara, la alegría y las celebraciones propias de tan feliz acontecimiento diesen paso a las lágrimas y el silencio, ya que la dulce reina cayó enferma y murió.

    A pesar de la triste pérdida, Hildoara creció feliz en palacio. Al abrigo de sus ayas y preceptores, y con el incondicional afecto de un padre entregado y cariñoso, la princesa pronto se convirtió en una joven cuyas virtudes eran incluso conocidas en los reinos más próximos. Sin embargo, lo que pocos sabían era que la reina, antes de despedirse para siempre de su amado esposo, le había hecho prometer dos cosas: que guardaría como un tesoro tres pequeños objetos de oro para dárselos a Hildoara cuando cumpliese dieciocho años y que solo debía otorgar la mano de su hija a aquel pretendiente que fuese capaz de vencer a un dragón. Si esto no ocurría en el plazo de un año, sería la propia Hildoara la que elegiría libremente a su esposo, si así lo deseaba.

    Así pues, llegado ese día, el rey, como hombre de palabra que era, metió en un cofre los tres preciados objetos de oro de la reina –una moneda, una delicada flor de lis y un sencillo anillo con una piedra de color azul– y se los entregó a Hildoara como regalo de cumpleaños. Acto seguido, informó a la joven del segundo deseo de su madre, el relacionado con la captura del dragón. Por último, y muy a pesar de los deseos de la joven princesa, mandó colocar un bando en las plazas de todas las ciudades y aldeas del reino. En él, informaba a los caballeros que estuviesen interesados en obtener la mano de su hija de la difícil misión a la que deberían enfrentarse.

    Y he aquí que, a los pocos meses del anuncio, el destino, cruel nuevamente con Hildoara, quiso que la bestia fuese reducida por el más vil, pedante y tramposo noble del reino, que en dos jornadas de viaje a caballo se presentó en palacio con la prueba de la victoria sobre el dragón, una supuesta pluma de la cabeza del reptil.

    Desesperada por el sombrío futuro que le esperaba junto al barón Wilfredo, Hildoara ideó un astuto plan para ganar tiempo y desenmascarar al farsante: si quería casarse con ella, el barón debía conseguir que las más hábiles costureras del reino le hiciesen tres vestidos para los festejos del enlace. El primero sería dorado como el sol; el segundo, tan plateado como la propia Luna, y el tercero, debería lucir el fulgor de todas y cada una las estrellas del firmamento.

    Una semana después, para sorpresa de todos, una procesión de sastres y bordadoras recorría los corredores del palacio portando los soberbios vestidos en dirección a los aposentos de Hildoara que, pálida, pidió que los colocasen en su armario sin apenas mirarlos. Una vez más, se apoderó de ella la angustia. “¿Qué podía hacer? ¿Cómo retrasar el funesto enlace unas semanas más?”, se preguntaba una y otra vez. Hasta que, de pronto, su rostro se iluminó como las antorchas en la noche y rauda mandó llamar a Wilfredo. “Si tanto me amáis, estimado barón”, le dijo con fingida zalamería, “imagino que querréis mi felicidad. Veréis, se acerca el invierno y carezco de un abrigo que cubra tan delicados y ligeros vestidos...”. Así, el barón, cegado por la belleza de la princesa, salió de palacio con el nada sencillo encargo de conseguirle a Hildoara una capa fabricada con las pieles de todos los animales del reino.

    En esta ocasión, Hildoara tuvo un mes entero, con sus días y sus noches, para buscar pruebas de que el barón, cobarde por naturaleza, de ninguna manera podría haber acabado con una criatura tan aterradora y peligrosa como un dragón. Sin embargo, no fue así, y dos lágrimas recorrieron su bello rostro cuando el noble le mostró con orgullo la capa ya terminada.

    Resignada, la princesa aceptó casarse con el barón Wilfredo al amanecer. Sin embargo, su espíritu libre y su corazón indomable pudieron más que el deber y, al caer la noche, Hildoara escondió los tres objetos de oro de su madre en un pequeño saquito que colgó de su cuello, se puso los vestidos uno encima del otro, cubrió su cuerpo con el peludo manto y se adentró en el espeso y oscuro bosque sin mirar atrás.

    Nadie sabe cuántos días y cuántas noches deambuló la princesa, aterrada, hambrienta y sola, por montes y valles. Lo único que los cronistas de la época dejaron escrito de esta increíble aventura es que los perros de unos cazadores del remoto Reino del Dragón, más allá del Valle del Silencio, hallaron a la joven en un estado tan deplorable y desvalido que toda la expedición se apiadó de aquella criatura indefensa, maloliente y sucia. Sin saber muy bien por qué, la condujeron al palacio del príncipe Turismundo, donde el cocinero de la corte pronto le encontró trabajo. A cambio de comida y una oscura habitación con un jergón donde dormir, Hildoara, oculta bajo su capa y hablando lo justo, pasaba los días entre ollas y pucheros. Las noches, su único momento tranquilidad, las dedicaba a soñar con volver a su hogar.


    Un buen día, mientras pelaba una montaña de patatas tan alta como la cruz de un caballo, escuchó sin querer una conversación entre el cocinero y su esposa. El matrimonio parloteaba disgustado sobre lo mucho muchísimo que tendrían que cocinar para alimentar a los miles de ilustres invitados que acudirían a los tres días de festejos reales en honor del príncipe Turismundo. El apuesto joven andaba desde hace meses buscando esposa, pero hasta el momento no había encontrado a su media naranja. Además, al cocinero y a su mujer también les preocupaba otro asunto: que también se presentase el malvado dragón del reino e hiciese una de las suyas. Fue así como Hildoara, de golpe y porrazo, sin comerlo ni beberlo, se enteró no solo de que el príncipe al que amaba discretamente desde hacía semanas buscaba esposa, sino que, además, el dragón que había propiciado su huida seguía vivito y coleando... ¡Lo que convertía al odioso barón Wilfredo en un impostor!

    A partir de ese momento, el cerebro de la princesa Hildoara se puso en marcha y la joven hurdió el más elaborado y brillante de los planes... ¿Que en qué consistía? Tranquilos, tranquilos, cada cosa a su tiempo...

    El día en que daban comienzo las ansiadas tres jornadas de festejos, Hildoara fingió no encontrarse bien y le pidió al cocinero si podía ausentarse de sus tareas. Dejándose llevar por su noble corazón, el cocinero accedió a la demanda de la joven sin vacilar. Una vez en su humilde y solitario cuarto, la princesa dejó caer la pesada capa de pieles en el suelo y se aseó para quitarse el hollín y la mugre de los fogones. A continuación, eligió uno de los tres vestidos, el que era tan dorado como el ol y, tras mirar su reflejo en el agua de la palangana, bajó a hurtadillas al salón real aprovechando los túneles secretos que conectaban todas las estancias del palacio.

   Ni que decir tiene que su entrada dejó boquiabiertos a todos los presentes. Para empezar, nadie conocía la identidad de la sonriente joven que bajaba los escalones del salón real con el vestido más bello jamás visto. Y para continuar, a partir del instante en el que el joven príncipe Turismundo se percató de la presencia de Hildoara, ya no tuvo ni ojos ni tiempo ni espacio en el corazón para nadie más. Un baile siguió a otro y a otro y a otro hasta que, en un descuido del príncipe, Hildoara desapareció sin dejar rastro.

   De vuelta a su cuarto, la joven se cambió rápidamente y, oculta en su manto de pieles, volvió a la cocina, donde el cocinero y su esposa suspiraron de alivio nada más verla aparecer, pues estaban muy pero que muy ocupados preparando el banquete del día siguiente. “Como no tenéis tiempo que perder”, les sugirió astutamente, “podría subirle yo al príncipe su caldo nocturno”. A pesar de lo inusual de la propuesta, el matrimonio, agobiado como estaba, accedió. Y fue así como Hildoara se vio llamando discretamente a la puerta de su amado. Nerviosa pero decidida, dejó el cuenco sobre una mesita de oscuro ébano y abandonó la estancia tan silenciosa como un gato. Una vez en el corredor, sonrió aliviada. Su plan estaba en marcha. En pocos minutos, el incauto Turismundo descubriría una pequeña flor de lis de oro en el fondo de su caldo...

    Al día siguiente, al caer la tarde, Hildoara volvió a ausentarse de la cocina alegando que nuevamente no se encontraba bien. En un abrir y cerrar de ojos, la intrépida joven se cambió de ropa y bajó al salón real sorteando por el camino cualquier mirada inoportuna que pudiese delatarla. Mientras, el príncipe Turismundo atendía amablemente a los invitados sin apartar la vista de la puerta. “¿Acudiría en esta ocasión la misteriosa joven de ayer?”, se preguntaba agitado. “¿Por qué se estaría retrasando?”.

    La aparición de Hildoara con un vestido tan plateado como la luna sacó al príncipe de su ensimismamiento y le devolvió al salón real, donde a un baile le siguió otro y otro y otro hasta que, en un descuido del príncipe, Hildoara desapareció por segunda vez sin dejar rastro.

   Un piso más abajo, al calor de los pucheros, el cocinero y su esposa se alegraron al ver aparecer a Hildoara arrastrando su peluda y pesada capa. “¡El príncipe espera su caldo y nosotros no podemos perder ni un minuto!”, le dijeron casi al unísono al tiempo que sazonaban esto y movían aquello. “¡Vamos, muchacha! ¿A qué estás esperando?”.

    Hildoara tomó la bandeja y subió por segunda vez los escalones que conducían a los aposentos reales. Bajo el manto de pieles, la joven sentía que el corazón se le salía del pecho. Una y otra vez se decía a sí misma que debía mantener la calma o echaría a perder su plan. Pero los latidos eran tan tan fuertes que temía que se estuviesen escuchando en todo el palacio y fuera de él. Cuando al fin llegó a la puerta, la encontró entornada, así que llamó y, al no recibir respuesta, se armó de valor, dejó caer la moneda de oro de su madre en el cuenco, entró con sigilo y caminó lentamente hacia la mesita de negro ébano. De pronto, una voz a su espalda le preguntó: “Muchacha, ¿no sabrás cómo llegó anoche esta delicada flor de lis hasta mi cuenco?”. Era el príncipe Turismundo que, sentado en la penumbra de la sala, la observaba con gran interés. “Lo desconozco, señor”, fue la brusca respuesta de Hildoara, que agachó más aún la cabeza y se marchó por donde había venido.

    La última jornada, Hildoara actuó de igual modo que en las noches anteriores: fingió cierto malestar, se ausentó a su cuarto, se deslizó por los pasadizos secretos hasta el salón real y encandiló al príncipe con su natural encanto y una animada y lúcida conversación. Tan deslumbrante y cautivadora estaba con su vestido, que competía en belleza con todas y cada una las estrellas del firmamento. Así, a un baile le siguió otro y otro y otro hasta que, en un descuido del príncipe, Hildoara desapareció por tercera vez sin dejar rastro.

    “¡Oh, aquí estás! ¡Al fin has vuelto! Muchacha descuidada...”, le espetó la cocinera meneando la cabeza con desaprobación. “¡Rápido, sube el caldo al príncipe! ¿A qué estás esperando?”. Pero antes de que pudiese contestar, Hildoara observó con sorpresa cómo el rostro de la cocinera y de su esposo mudaban de color. Asustada, se giró bruscamente hacia la puerta y, para su absoluto asombro, se dio de bruces con el príncipe Turismundo, que con una extraña sonrisa le preguntó: “muchacha, ¿no sabrás cómo llegó anoche esta moneda de oro hasta mi cuenco?”. Hildoara negó con la cabeza y se acurrucó en en el interior de su capa. “Está bien”, prosiguió el príncipe, “como nadie podría ser tan afortunado como para encontrar tres objetos de oro en su cuenco de caldo, beberé el que me ofreces hoy de un solo trago”. Hildoara, temiendo que Turismundo se atragantase con el anillo de su madre, se abalanzó sobre el príncipe para impedir que siguiese bebiendo. Hecho que aprovechó el joven para despojar a la princesa de su maloliente manto y descubrir el bello y sonriente rostro que ya le era tan familiar.

    Llegados a este punto, creo que no hace falta decir aquello de “y fueron felices para siempre”. Sin embargo, quizá alguno de vosotros os preguntéis qué fue de los dos villanos de esta historia: el tramposo barón Wilfredo y el espeluznante dragón. Pues bien, el primero fue desenmascarado en menos que canta un gallo cuando Hildoara y Turismundo se presentaron en el reino de la joven portando una verdadera pluma de dragón. Avergonzado, se fue a vivir a una isla remota para evitar ser el hazmerreír de sus vecinos, y nadie volvió a verlo nunca nunca jamás. En cuanto al segundo, se esfumó dejando únicamente un montoncito de plumas justo en el instante en el que Turismundo beso por primera vez a Hildoara, su verdadero amor, ya que su aterradora presencia era únicamente fruto de un malvado hechizo. Pero esa, niños, es ya otra historia...



                                                Fin


Lo único que he suprimido (la censura no es mi fuerte):
La relación incestuosa padre-hija.
En un principio pensé también resucitar a la reina, pero, cotilleando en la biblioteca, cayó en mis manos un revelador ensayo titulado ¿Todos los caracoles se mueren siempre?, y se me quitaron las pocas ganas que tenía de un plumazo. Por cierto, os lo recomiendo encarecidamente, sobre todo si, como yo, creéis que la muerte debería ser un aspecto de la vida con el que deberíamos aprender a convivir desde bien pequeños. 

Lo que he mantenido:

Prácticamente todo el esqueleto del cuento y su línea argumental (la huida forzosa de la princesa, el encuentro en el bosque, su vida entre fogones, las tríadas –vestidos, elementos de oro, jornadas de festejos–, la anagnórisis y el final con perdices a juego).
También he procurado conservar un lenguaje cercano al de los cuentos tradicionales. Aunque doy por hecho que muchas de las palabras que he empleado no están en el vocabulario de los niños de 5-6 años, casi desde el principio deseché la idea de sustituirlas por alguna otra que les pudiesen resultar más de "andar por casa" o sortearlas con alguna aburrida perífrasis. Quizás esté equivocada (seguro que sí), pero me inclino a pensar que los adultos somos muy pesados y entrometidos y, las más de las veces, subestimamos el poder de la fuerza de los niños. Cuando estamos aprendiendo un idioma, por ejemplo, y no entendemos alguna palabra concreta dentro de una frase o conversación, nos valemos del contexto y de otras herramientas lógicas para descifrar su significado. Otra opción sería preguntar, claro está, que también es muy sano. Favoreciendo estas dos alternativas, creo que podemos ayudar a que los niños aumenten su vocabulario mientras les despertamos de alguna manera la posibilidad de pensar por sí mismos, el mejor de los regalos que podemos hacerles.  

Lo que he añadido (que soy yo muy de añadir):
Aquí la verdad es que he de reconocer que me he venido un pelín arriba. Sin Aquarius ni nada, a palo seco, que tiene más delito.
Antes de nada, voy a hablar un poco del estilo. Como el cuento es muy largo, me he valido de algunos recursos para intentar atraer la atención de los pequeños oyentes en momentos puntuales de la narración. Por ejemplo, he usado expresiones coloquiales como "hacer de las suyas" / "de golpe y porrazo"; he repetido un misma estructura ,como si de un estribillo se tratase, para que los niños disfruten anticipándose a la acción ("a un baile le siguió otro y otro y otro hasta que, en un descuido del príncipe, Hildoara desapareció por segunda vez sin dejar rastro"), e, incluso, me he tomado la libertad de interpelar a los oyentes para hacerles partícipes del relato ("¿Que en qué consistía? Tranquilos, tranquilos, cada cosa a su tiempo..." / "quizá alguno de vosotros os preguntéis qué fue de los dos villanos de esta historia"). Asimismo, he abusado a propósito de las comparaciones ("tan alta como la cruz de un caballo" / "tan silenciosa como un gato", etc.), ya que me parece que se trata de una figura retórica muy cercana a la infancia, como también lo es la metáfora. Los niños son poetas por naturaleza, es una lástima que luego los transformemos en funcionarios. Por último, he elegido a conciencia todos y cada uno de los adjetivos que acompañan en su aventura a la figura de la princesa Hildoara, para potenciar más aún la fuerza y la independencia del personaje. Estoy convencida de que, tras el bodorrio con Turismundo, apoyó, como poco, el movimiento sufragista del Reino del Dragón... 
Con objeto de evitar el escabroso incesto del cuento original, me he sacado de la manga un trabajo que ni los de Heracles, un odioso barón y, como guinda, un dragón.    
Los nombres de los personajes provienen de un listado de reyes y reinas godos (homenaje velado y chusco a Zipi y Zape).
Alguna cosa queda en el tintero, me temo, pero ya no me voy a alargar más, a no ser que Irune opine lo contrario...   





  






Corrección - Donde viven los monstruos, Maurice Sendak


A la edad de siete u ocho años, un catarro mal curado convirtió mis pequeños pulmones en el escondrijo ideal de un nutrido ejército de bacterias. A pesar de los esfuerzos de los médicos que me trataban, fueron necesarios varios meses para lograr que la infecta tropa depusiese las armas y se rindiese de una vez por todas. Cuando uno sube los peldaños de la “adultez” –hacerse mayor nos vuelve a todos un poco estúpidos, de ahí que me divierta usar este término tuneado–, los meses no pasan, más bien huyen, pero, siendo niño, los días se dilatan como el más elástico de los chicles y un mes puede llegar a sentirse como una condena a cadena perpetua. Así, recluida entre cuatro paredes, y teniendo fuerzas únicamente para arrastrar mis dos trenzas por el suelo del baño a la alcoba (toda una pena negra), mis posibilidades de cavar un túnel y escapar eran tan remotas que no me quedó más remedio que aceptar la sentencia y curiosear aquellos artefactos rectangulares que mi madre y mis hermanos habían ido dejando en la mesilla como en el que no quiere la cosa.

Quizá compadecidos porque andaba yo como Segismundo, Dahl, Ende, Mebs, Sendak y Jansson, entre otros, fueron tan amables de colarse en mi cuarto de puntillas para contarme las más fascinantes y entretenidas historias mientras movían las manecillas del reloj. Los días pares me traían simpáticos trols de los bosques del Norte o maquinistas de tren tiznados de hollín, y los impares, me llevaban de paseo por fábricas de chocolate o a lugares tan mágicos como remotos. Los días intermedios, para variar, siempre aparecían terribles monstruos, porque de todos es sabido que Aburrimiento, Rabia y Fastidio son muy pero que muy amigos de los seres terribles que pueblan este mundo y los de al lado...





Título: Donde viven los monstruos

Autor: Maurice Sendak
Ilustrador: Maurice Sendak
Editorial: Alfaguara 
Fecha de la primera edición: 1963
Edad en la que me baso para realizar este análisis: 5-6 años


Maurice Sendak (Nueva York, 1928 – Connecticut, 2012) es uno de los autores de literatura infantil más afamado y reconocido del siglo XX. Su personalísima obra, premiada con galardones tan prestigiosos como el premio Hans Christian Andersen de ilustración, el Memorial Astrid Lindgren o la Medalla Caldecott, rezuma calidad técnica y un estilo realista que pronto lo distinguió de sus coetáneos, más tendentes a la abstracción. Y es que uno de los rasgos que de forma más fiel define la esencia de la extensa obra de Sendak es precisamente esa tendencia a nadar a contracorriente, a la libertad.


«El libro ilustrado es mi campo de batalla. Es donde yo me expreso. Es donde yo consolido mis poderes y los uno en lo que, espero, es una forma legítima y viable, significativa para otros y no solo para mí. Es donde trabajo. Es donde vuelco esas fantasías que han estado conmigo toda mi vida y donde les doy una forma que significa algo. Yo vivo dentro del libro ilustrado: es ahí donde libro mis batallas y donde espero ganar mis guerras».


Dice el refranero popular que “no debemos juzgar un libro por su cubierta”, pero yo, como Wislawa Szymborska, también prefiero las excepciones. Así pues, os hablaré brevemente sobre el formato y el diseño de la edición de Alfaguara que en estos momentos descansa sobre mi mesa. Se trata de un ejemplar en cartoné de un tamaño ligeramente inferior a un A4. Esto, unido a que el gramaje del papel no es muy elevado y el libro tan solo cuenta con unas treinta y tantas páginas, hace que apenas pese y sea de cómodo manejo para los niños, ya lo lean en el suelo o lo dejen descansar sobre las piernas, que es lo más habitual en estas edades.

La cubierta, en verde y amarillo, muestra una imagen de Max empuñando un cetro como si de una espada se tratase. A lomos de uno de los monstruos, y flanqueado por otros dos, recuerda sin mucho esfuerzo a un caballero medieval que retorna victorioso de la batalla subido a su corcel. La viva estampa del egocentrismo infantil. 

¿La elección de los colores es gratuita? Me inclino a pensar que no. Así pues, voy a intentar dilucidar un probable porqué de esa combinación frente a todas las posibles, que son infinitas. Si saliésemos a la calle a preguntar a los viandantes qué les evoca el color verde, la mayoría seguramente nos diría que tranquilidad, serenidad, armonía, entornos naturales frescos y apacibles... Un buen contrapunto a tanta fiera suelta, ¿no creéis? Recordemos que las editoriales quieren vender, atraer a los niños y a sus papás, no asustarlos mortalmente. Se trata de un libro de monstruos terribles, sí, parece querer decirnos la portada, pero, ¡que no cunda el pánico!, que no es para tanto. Asimismo, el color amarillo también está impregnado de contradicción. Por un lado, se asocia con la felicidad, la alegría, lo vital y optimista; por el otro, con los celos, la envidia, el egoísmo, etc., emociones todas ellas tan monstruosas como humanas. En definitiva, la personalidad de Max, esas vívidas y discordantes emociones de la infancia, coloreadas sin caer en la obviedad del blanco y el negro.

Faltaría solo hablar de la tipografía, que en este caso le cede todo el protagonismo a la imagen, ya que se trata de un tipo de letra carente de fantasía, una tipografía con remates o serifas de lo más tradicional, pero de fácil lectura. 

Y ahora que ya hemos observado minuciosamente la cubierta, abramos el libro y perdámonos en sus cuidadas y realistas ilustraciones. Se me ocurre, al observarlas con detenimiento, que son tan naturales y auténticas que dan pie incluso a hacer un análisis del cuento a partir de la expresión facial de Max.   

Donde viven los monstruos es un bellísimo y complejo poliedro temático, así que no me ha resultado nada sencillo decidirme por un único tema principal. Antes de sentarme a redactar estas líneas, pensé que podría hablar del miedo como motor de cambio y crecimiento, o centrarme en el poder catártico de la fantasía, también se me ocurrió abordar el análisis a partir de una idea también recurrente en el cuento, el conflicto, ya sea este de carácter personal o social. Sin embargo, tras mucho meditar sobre el asunto, llegué a la conclusión de que, al ir creciendo (el libro también lo había hecho conmigo), y casi sin percatarme de ello, había ido olvidando el verdadero valor y encanto de Donde viven los monstruos, aquello que lo convirtió en uno de mis tesoros cuando era niña y que hace que hoy se lo lea a mis hijos con una renovada emoción: trataba sin tapujos, sin moralinas de ningún tipo, sin esos aburridísimos filtros políticamente correctos que tanto gustan a los adultos un tema un tanto tabú: el sufrimiento infantil. Al igual que los adultos, los niños sufren. Ya sé que nos encantaría que no fuese así, pero no podemos evitarlo. En sus pequeños cuerpecitos sienten los arañazos del miedo y la ansiedad  con la misma virulencia que los adultos, se ven superados con frecuencia por un gran número de emociones o tensiones que no saben gestionar y se enfrentan o escapan de ellas como buenamente pueden, como les dejamos o como les hemos enseñado a hacerlo. Y es precisamente en este punto donde creo que reside el éxito de la historia de Max. Los pequeños lectores siguen empatizando rápidamente con el protagonista porque se identifican con su estado anímico, hacen suyos todos esos sentimientos que supuestamente como personas de corta estatura les están vetados: rabia, tristeza, desilusión, angustia, ira... En palabras del propio Sendak: «algunas personas tienden a sentimentalizar la infancia, a ser sobreprotectores y a pensar que los libros para niños han de amoldar y conformar la mente a los patrones aceptados de comportamiento, logrando niños sanos, virtuosos, sabios y felices».

De un tiempo a esta parte, los estantes de muchas librerías infantiles han sido tomados por títulos que tienen como objetivo explicar a los niños, por ejemplo, qué son las emociones y cómo deben manipularlas y clasificarlas en botes como si fuesen el mismísimo Linneo. Un poco perpleja, no puedo evitar acordarme de un pasaje de la obra Psicoanálisis de los cuentos de hadas en el que Bruno Bettelheim (archienemigo de Sendak, dicho sea de paso) comparaba las caperucitas de Perrault y los hermanos Grimm y cuestionaba el exceso de pedagogía en los cuentos del francés extrayendo al tiempo interesantes conclusiones sobre el modo en el que los niños obtienen enseñanzas de la literatura: «si se detalla el significado que el cuento tiene para el niño, aquel pierde su valor. Al ir madurando, el niño descubre nuevos aspectos de los cuentos y esto le confirma la idea de que ha llegado a una comprensión más madura, puesto que la misma historia le revela ahora mucho más que antes. Esto solo puede suceder si no se le dice al niño, de manera didáctica, lo que se supone que transmite la historia, es decir, solo cuando el niño descubre espontánea e intuitivamente los significadosde un cuento que hasta entonces habían permanecido ocultos. Gracias a este descubrimiento, un cuento deja de ser algo que se había dado al niño para convertirse en algo que él ha creado en parte». 

Parece claro que la literatura de Sendak, casi sin pretenderlo, nos empuja precisamente a eso, a sentir, a conocernos, a vivir, y todo ello de una forma tan natural como sincera, sin los artificios ni el encorsetamiento del didactismo. 

Como vengo apuntando, Donde viven los monstruos es una de esas grandes obras de la literatura que se van enriqueciendo con los años y las sucesivas lecturas. Los “otra vez, mamá” de mi hijo de dos años y el interés con que mi padre sigue abordando su lectura me confirman, en un ámbito puramente doméstico, que se trata de un libro con la capacidad de enganchar de igual forma a lectores de chupete y bastón. Sin embargo, al tener que establecer un rango de edad ideal para elaborar este análisis, me inclino a pensar que un buen momento para que los niños se adentren en el fantástico mundo de Max podría ser entorno a los 5-6 años. Es el momento en el que comienzan a aparecer miedos de diversa índole (1) y, además, y por primera vez, los niños toman conciencia de que algunas situaciones pueden provocar más de una emoción al mismo tiempo, así como que todo acto tiene una consecuencia (2).

Esta última idea me viene genial para enlazar con el apartado de la estructura, ya que la secuencia planteamiento-nudo-desenlace del cuento hace que los niños de esta edad interioricen un poco más si cabe esa novedosa percepción de la acción-reacción. 

Max, el protagonista de esta historia, es un niño con una imaginación y una creatividad desbordantes que, por lo que parece, no está teniendo un día muy fino. Ataviado con un disfraz de lobo (el malo malísimo de los cuentos por excelencia), es tan capaz de montar un refugio con una sábana como de dibujar las criaturas más feroces y aterradoras imaginables. Pero no contento con eso, ya en las primeras páginas del libro, el intrépido e indomable Max deja claro al lector que no es un personaje plano y al uso. Con una cuerda, ha colgado a su osito de peluche sin ningún miramiento, tiene un martillo y lo usa, y, como guinda a este pastel de rebeldía, persigue a su pobre perro tenedor en mano dejando claro quién es la fiera de la casa. No es de extrañar, por tanto, que su madre, personaje en la sombra, le grite aquello de «¡MONSTRUO!» (así, en mayúsculas y todo), que tanto escandalizó a muchos progenitores de los sesenta, y tampoco puede sorprender a nadie que cualquier niño que abra el libro y se dé de bruces con semejante figura o bien se sienta identificado con él (las madres regañan mucho y no siempre lo hacen con la claridad necesaria) o bien quiera ser su amigo para seguirle en sus andanazas.

«¡TE VOY A COMER!», le grita Max a su madre muy enfadado antes de ser enviado a la cama sin cenar. Y es justo en este punto cuando da comienzo el desarrollo de la historia. La cara de nuestro pequeño protagonista deja claro que se está cometiendo una terrible injusticia, un ultraje en toda regla, lo que, sin lugar a dudas, lo convierte inmediatamente en el héroe indiscutible de su mundo, un mundo que crece a su alrededor y se lleva por delante paredes y techo. ¡Qué poderosa es la imaginación derribando muros y destruyendo fronteras! De la nada aparece ¡un mundo entero!, con su océano y todo, y Max no tiene otra opción que hacerse a la mar (para algo el barco atracado en la orilla lleva su nombre) y surcar sus frías aguas hacia un destino que pronto es bautizado como el lugar donde viven los monstruos. Ahí es nada. 

El recibimiento es terrible, como cabría esperar, y una peligrosa manada de monstruos le aguarda en tierra dando muestras de su fiereza y peligrosidad. Pero Max no se amilana y les manda cerrar el pico a todos y estarse quietecitos (me atrevo a pensar que imitando los gestos y las palabras de su propia madre). Ahora ese inhóspito y recóndito lugar ya tiene un rey, y las leyes del recién estrenado monarca están bien claritas, no como las de casa: ¡no hay normas! O, en palabras del propio Max, «¡que empiece la juerga monstruo!». 

Así, entre juegos y risas, colgados de los árboles o cantando a la luz de la luna, los monstruos ya no son tan monstruos, y sus ojos, garras y rugidos ya no son tan terribles. Varias páginas dura la jarana, páginas en las que no hay ni texto... ¡Ni falta que hace! Pero, al igual que ningún ser humano podría soportar que se prolongase en el tiempo el alboroto emocional de los primeros meses de enamoramiento porque sufriría una angina de pecho, Max tampoco puede ya con tanto caos y diversión y, de golpe y porrazo, pone un poco de orden al grito de «¡se acabó!», y los manda a todos a la cama sin cenar (¿os suena de algo?). Planea de nuevo sobre todos ellos el personaje de la madre, y esta vez viene acompañado de ternura y de un ineludible «olor a comida rica». La lucha interna ha terminado. Mediante el juego, en el plano de lo imaginario, ese mágico lugar donde se puede ensayar y probar sin temor a las consecuencias, Max ha experimentado con la realidad sin estar dentro de ella (3). Llegó la hora de que el héroe vuelva a casa.

Al llegar a su cuarto, y por primera vez en todo el cuento, la capucha del disfraz se desliza sobre los hombros de Max y podemos contemplar unos mechones rebeldes y lo que hay debajo de la piel del lobo: un niño cansado y hambriento que echa de menos a alguien «que le quiera más que a nadie». Maravilloso ejemplo de que se puede ser tiernísimo sin caer en la noñería o de que los niños son muy capaces de convertirse en protagonistas de su propio aprendizaje sin necesidad de que los adultos les aleccionemos a cada instante.  

Se cuenta por ahí que a Sendak le costó lo suyo que los editores aceptaran su historia sin cambiarle ni una coma, y que incluso le pusieron pegas a la frase final del libro: «y todavía estaba caliente» (en referencia a la cena). Les gustaba más el adjetivo «tibia», por lo visto, pero Sendak de templado debía de tener bien poco, para fortuna nuestra, y se mantuvo en sus trece las más de las veces. Si bien es cierto que, para la franja de edad que he establecido como ideal, algunas de las oraciones que encontramos en el texto son demasiado largas o complejas en lo que a estructura se refiere (abundan las subordinadas, por ejemplo), en líneas generales, el lenguaje del cuento es bastante sencillo, natural y directo. A excepción de la palabra «liana», que puede verse como un poco más exótica, el resto de los términos empleados son de uso habitual y bien conocidos por los niños de esa edad. En cuanto a las figuras retóricas, encontramos las justas. La poeticidad de lo que se nos narra no se sustenta en un lenguaje artificioso, sino en la magia de la propia historia, en su atractivo protagonista. A pesar de ello, sí encontramos alguna que otra figura retórica: hipérbole («las paredes se convirtieron en el mundo entero»), metáfora («marchó navegando a través del día y de la noche, entrando y saliendo por las semanas») o reiteración («rugieron sus rugidos terribles y crujieron sus dientes terribles y movieron sus ojos terribles y mostraron sus garras terribles»).

Y llegados a este punto, solo me quedaría rematar la entrada con una conclusión, pero como llevo varios días haciendo pelotas de papel virtuales con cada párrafo que escribo y empiezo a perder la poca cordura que me resta, dicho sea de paso, voy tomarle prestadas unas palabras a M.ª Carmen Díez Navarro (4)«Yo, la verdad, no me siento capaz de dictarles moral para que ellos la cumplan ni de "explicarles valores" como si, solo por entenderlos, ya los fueran a llevar a la práctica. Más bien les hago actuar y opinar con la mayor claridad que puedo sobre lo que va pasando entre ellos y conmigo. También les doy pie a que hagan sus tanteos y expresen sus hipótesis sobre lo que consideran que ocurre y por qué, sobre lo que sienten, sobre lo que creen que sienten los demás, sobre qué razones creen que les mueven para hacer o no tal o cual cosa».
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(1) Los miedos infantiles en la literatura para niños. Fundación Germán Sánchez Ruipérez. (http://www.fundaciongsr.org/documentos/miedos.pdf). 
VV.AA. Miedo a nada... Miedo a todo... El niño y sus miedos. Graó. Barcelona. 
(2) Palou Vicens, S. Sentir y crecer. El desarrollo emocional en la infancia. Graó. Barcelona
(3) Aucouturier, B. Los fantasmas de acción y la práctica psicomotriz. Graó. Barcelona.
(4) Díez Navarro, M. El piso de abajo de la escuela. Los afectos y las emociones en el día a día de la escuela infantil. Graó. Barcelona.