viernes, 18 de marzo de 2016

Adaptación de un cuento de los hermanos Grimm

     
    Érase una vez, en un lejano país más allá de las montañas, un rey y una reina que se amaban con todo el corazón. Su afecto era tan puro y tierno que todos los habitantes del reino, ya fuesen altos o bajos, gordos o flacos, guapos o feos, se emocionaron con la llegada al mundo de la primera hija de los monarcas, una niña risueña y bella a partes iguales. La desgracia quiso que, a los pocos días del nacimiento de la princesa Hildoara, la alegría y las celebraciones propias de tan feliz acontecimiento diesen paso a las lágrimas y el silencio, ya que la dulce reina cayó enferma y murió.

    A pesar de la triste pérdida, Hildoara creció feliz en palacio. Al abrigo de sus ayas y preceptores, y con el incondicional afecto de un padre entregado y cariñoso, la princesa pronto se convirtió en una joven cuyas virtudes eran incluso conocidas en los reinos más próximos. Sin embargo, lo que pocos sabían era que la reina, antes de despedirse para siempre de su amado esposo, le había hecho prometer dos cosas: que guardaría como un tesoro tres pequeños objetos de oro para dárselos a Hildoara cuando cumpliese dieciocho años y que solo debía otorgar la mano de su hija a aquel pretendiente que fuese capaz de vencer a un dragón. Si esto no ocurría en el plazo de un año, sería la propia Hildoara la que elegiría libremente a su esposo, si así lo deseaba.

    Así pues, llegado ese día, el rey, como hombre de palabra que era, metió en un cofre los tres preciados objetos de oro de la reina –una moneda, una delicada flor de lis y un sencillo anillo con una piedra de color azul– y se los entregó a Hildoara como regalo de cumpleaños. Acto seguido, informó a la joven del segundo deseo de su madre, el relacionado con la captura del dragón. Por último, y muy a pesar de los deseos de la joven princesa, mandó colocar un bando en las plazas de todas las ciudades y aldeas del reino. En él, informaba a los caballeros que estuviesen interesados en obtener la mano de su hija de la difícil misión a la que deberían enfrentarse.

    Y he aquí que, a los pocos meses del anuncio, el destino, cruel nuevamente con Hildoara, quiso que la bestia fuese reducida por el más vil, pedante y tramposo noble del reino, que en dos jornadas de viaje a caballo se presentó en palacio con la prueba de la victoria sobre el dragón, una supuesta pluma de la cabeza del reptil.

    Desesperada por el sombrío futuro que le esperaba junto al barón Wilfredo, Hildoara ideó un astuto plan para ganar tiempo y desenmascarar al farsante: si quería casarse con ella, el barón debía conseguir que las más hábiles costureras del reino le hiciesen tres vestidos para los festejos del enlace. El primero sería dorado como el sol; el segundo, tan plateado como la propia Luna, y el tercero, debería lucir el fulgor de todas y cada una las estrellas del firmamento.

    Una semana después, para sorpresa de todos, una procesión de sastres y bordadoras recorría los corredores del palacio portando los soberbios vestidos en dirección a los aposentos de Hildoara que, pálida, pidió que los colocasen en su armario sin apenas mirarlos. Una vez más, se apoderó de ella la angustia. “¿Qué podía hacer? ¿Cómo retrasar el funesto enlace unas semanas más?”, se preguntaba una y otra vez. Hasta que, de pronto, su rostro se iluminó como las antorchas en la noche y rauda mandó llamar a Wilfredo. “Si tanto me amáis, estimado barón”, le dijo con fingida zalamería, “imagino que querréis mi felicidad. Veréis, se acerca el invierno y carezco de un abrigo que cubra tan delicados y ligeros vestidos...”. Así, el barón, cegado por la belleza de la princesa, salió de palacio con el nada sencillo encargo de conseguirle a Hildoara una capa fabricada con las pieles de todos los animales del reino.

    En esta ocasión, Hildoara tuvo un mes entero, con sus días y sus noches, para buscar pruebas de que el barón, cobarde por naturaleza, de ninguna manera podría haber acabado con una criatura tan aterradora y peligrosa como un dragón. Sin embargo, no fue así, y dos lágrimas recorrieron su bello rostro cuando el noble le mostró con orgullo la capa ya terminada.

    Resignada, la princesa aceptó casarse con el barón Wilfredo al amanecer. Sin embargo, su espíritu libre y su corazón indomable pudieron más que el deber y, al caer la noche, Hildoara escondió los tres objetos de oro de su madre en un pequeño saquito que colgó de su cuello, se puso los vestidos uno encima del otro, cubrió su cuerpo con el peludo manto y se adentró en el espeso y oscuro bosque sin mirar atrás.

    Nadie sabe cuántos días y cuántas noches deambuló la princesa, aterrada, hambrienta y sola, por montes y valles. Lo único que los cronistas de la época dejaron escrito de esta increíble aventura es que los perros de unos cazadores del remoto Reino del Dragón, más allá del Valle del Silencio, hallaron a la joven en un estado tan deplorable y desvalido que toda la expedición se apiadó de aquella criatura indefensa, maloliente y sucia. Sin saber muy bien por qué, la condujeron al palacio del príncipe Turismundo, donde el cocinero de la corte pronto le encontró trabajo. A cambio de comida y una oscura habitación con un jergón donde dormir, Hildoara, oculta bajo su capa y hablando lo justo, pasaba los días entre ollas y pucheros. Las noches, su único momento tranquilidad, las dedicaba a soñar con volver a su hogar.


    Un buen día, mientras pelaba una montaña de patatas tan alta como la cruz de un caballo, escuchó sin querer una conversación entre el cocinero y su esposa. El matrimonio parloteaba disgustado sobre lo mucho muchísimo que tendrían que cocinar para alimentar a los miles de ilustres invitados que acudirían a los tres días de festejos reales en honor del príncipe Turismundo. El apuesto joven andaba desde hace meses buscando esposa, pero hasta el momento no había encontrado a su media naranja. Además, al cocinero y a su mujer también les preocupaba otro asunto: que también se presentase el malvado dragón del reino e hiciese una de las suyas. Fue así como Hildoara, de golpe y porrazo, sin comerlo ni beberlo, se enteró no solo de que el príncipe al que amaba discretamente desde hacía semanas buscaba esposa, sino que, además, el dragón que había propiciado su huida seguía vivito y coleando... ¡Lo que convertía al odioso barón Wilfredo en un impostor!

    A partir de ese momento, el cerebro de la princesa Hildoara se puso en marcha y la joven hurdió el más elaborado y brillante de los planes... ¿Que en qué consistía? Tranquilos, tranquilos, cada cosa a su tiempo...

    El día en que daban comienzo las ansiadas tres jornadas de festejos, Hildoara fingió no encontrarse bien y le pidió al cocinero si podía ausentarse de sus tareas. Dejándose llevar por su noble corazón, el cocinero accedió a la demanda de la joven sin vacilar. Una vez en su humilde y solitario cuarto, la princesa dejó caer la pesada capa de pieles en el suelo y se aseó para quitarse el hollín y la mugre de los fogones. A continuación, eligió uno de los tres vestidos, el que era tan dorado como el ol y, tras mirar su reflejo en el agua de la palangana, bajó a hurtadillas al salón real aprovechando los túneles secretos que conectaban todas las estancias del palacio.

   Ni que decir tiene que su entrada dejó boquiabiertos a todos los presentes. Para empezar, nadie conocía la identidad de la sonriente joven que bajaba los escalones del salón real con el vestido más bello jamás visto. Y para continuar, a partir del instante en el que el joven príncipe Turismundo se percató de la presencia de Hildoara, ya no tuvo ni ojos ni tiempo ni espacio en el corazón para nadie más. Un baile siguió a otro y a otro y a otro hasta que, en un descuido del príncipe, Hildoara desapareció sin dejar rastro.

   De vuelta a su cuarto, la joven se cambió rápidamente y, oculta en su manto de pieles, volvió a la cocina, donde el cocinero y su esposa suspiraron de alivio nada más verla aparecer, pues estaban muy pero que muy ocupados preparando el banquete del día siguiente. “Como no tenéis tiempo que perder”, les sugirió astutamente, “podría subirle yo al príncipe su caldo nocturno”. A pesar de lo inusual de la propuesta, el matrimonio, agobiado como estaba, accedió. Y fue así como Hildoara se vio llamando discretamente a la puerta de su amado. Nerviosa pero decidida, dejó el cuenco sobre una mesita de oscuro ébano y abandonó la estancia tan silenciosa como un gato. Una vez en el corredor, sonrió aliviada. Su plan estaba en marcha. En pocos minutos, el incauto Turismundo descubriría una pequeña flor de lis de oro en el fondo de su caldo...

    Al día siguiente, al caer la tarde, Hildoara volvió a ausentarse de la cocina alegando que nuevamente no se encontraba bien. En un abrir y cerrar de ojos, la intrépida joven se cambió de ropa y bajó al salón real sorteando por el camino cualquier mirada inoportuna que pudiese delatarla. Mientras, el príncipe Turismundo atendía amablemente a los invitados sin apartar la vista de la puerta. “¿Acudiría en esta ocasión la misteriosa joven de ayer?”, se preguntaba agitado. “¿Por qué se estaría retrasando?”.

    La aparición de Hildoara con un vestido tan plateado como la luna sacó al príncipe de su ensimismamiento y le devolvió al salón real, donde a un baile le siguió otro y otro y otro hasta que, en un descuido del príncipe, Hildoara desapareció por segunda vez sin dejar rastro.

   Un piso más abajo, al calor de los pucheros, el cocinero y su esposa se alegraron al ver aparecer a Hildoara arrastrando su peluda y pesada capa. “¡El príncipe espera su caldo y nosotros no podemos perder ni un minuto!”, le dijeron casi al unísono al tiempo que sazonaban esto y movían aquello. “¡Vamos, muchacha! ¿A qué estás esperando?”.

    Hildoara tomó la bandeja y subió por segunda vez los escalones que conducían a los aposentos reales. Bajo el manto de pieles, la joven sentía que el corazón se le salía del pecho. Una y otra vez se decía a sí misma que debía mantener la calma o echaría a perder su plan. Pero los latidos eran tan tan fuertes que temía que se estuviesen escuchando en todo el palacio y fuera de él. Cuando al fin llegó a la puerta, la encontró entornada, así que llamó y, al no recibir respuesta, se armó de valor, dejó caer la moneda de oro de su madre en el cuenco, entró con sigilo y caminó lentamente hacia la mesita de negro ébano. De pronto, una voz a su espalda le preguntó: “Muchacha, ¿no sabrás cómo llegó anoche esta delicada flor de lis hasta mi cuenco?”. Era el príncipe Turismundo que, sentado en la penumbra de la sala, la observaba con gran interés. “Lo desconozco, señor”, fue la brusca respuesta de Hildoara, que agachó más aún la cabeza y se marchó por donde había venido.

    La última jornada, Hildoara actuó de igual modo que en las noches anteriores: fingió cierto malestar, se ausentó a su cuarto, se deslizó por los pasadizos secretos hasta el salón real y encandiló al príncipe con su natural encanto y una animada y lúcida conversación. Tan deslumbrante y cautivadora estaba con su vestido, que competía en belleza con todas y cada una las estrellas del firmamento. Así, a un baile le siguió otro y otro y otro hasta que, en un descuido del príncipe, Hildoara desapareció por tercera vez sin dejar rastro.

    “¡Oh, aquí estás! ¡Al fin has vuelto! Muchacha descuidada...”, le espetó la cocinera meneando la cabeza con desaprobación. “¡Rápido, sube el caldo al príncipe! ¿A qué estás esperando?”. Pero antes de que pudiese contestar, Hildoara observó con sorpresa cómo el rostro de la cocinera y de su esposo mudaban de color. Asustada, se giró bruscamente hacia la puerta y, para su absoluto asombro, se dio de bruces con el príncipe Turismundo, que con una extraña sonrisa le preguntó: “muchacha, ¿no sabrás cómo llegó anoche esta moneda de oro hasta mi cuenco?”. Hildoara negó con la cabeza y se acurrucó en en el interior de su capa. “Está bien”, prosiguió el príncipe, “como nadie podría ser tan afortunado como para encontrar tres objetos de oro en su cuenco de caldo, beberé el que me ofreces hoy de un solo trago”. Hildoara, temiendo que Turismundo se atragantase con el anillo de su madre, se abalanzó sobre el príncipe para impedir que siguiese bebiendo. Hecho que aprovechó el joven para despojar a la princesa de su maloliente manto y descubrir el bello y sonriente rostro que ya le era tan familiar.

    Llegados a este punto, creo que no hace falta decir aquello de “y fueron felices para siempre”. Sin embargo, quizá alguno de vosotros os preguntéis qué fue de los dos villanos de esta historia: el tramposo barón Wilfredo y el espeluznante dragón. Pues bien, el primero fue desenmascarado en menos que canta un gallo cuando Hildoara y Turismundo se presentaron en el reino de la joven portando una verdadera pluma de dragón. Avergonzado, se fue a vivir a una isla remota para evitar ser el hazmerreír de sus vecinos, y nadie volvió a verlo nunca nunca jamás. En cuanto al segundo, se esfumó dejando únicamente un montoncito de plumas justo en el instante en el que Turismundo beso por primera vez a Hildoara, su verdadero amor, ya que su aterradora presencia era únicamente fruto de un malvado hechizo. Pero esa, niños, es ya otra historia...



                                                Fin


Lo único que he suprimido (la censura no es mi fuerte):
La relación incestuosa padre-hija.
En un principio pensé también resucitar a la reina, pero, cotilleando en la biblioteca, cayó en mis manos un revelador ensayo titulado ¿Todos los caracoles se mueren siempre?, y se me quitaron las pocas ganas que tenía de un plumazo. Por cierto, os lo recomiendo encarecidamente, sobre todo si, como yo, creéis que la muerte debería ser un aspecto de la vida con el que deberíamos aprender a convivir desde bien pequeños. 

Lo que he mantenido:

Prácticamente todo el esqueleto del cuento y su línea argumental (la huida forzosa de la princesa, el encuentro en el bosque, su vida entre fogones, las tríadas –vestidos, elementos de oro, jornadas de festejos–, la anagnórisis y el final con perdices a juego).
También he procurado conservar un lenguaje cercano al de los cuentos tradicionales. Aunque doy por hecho que muchas de las palabras que he empleado no están en el vocabulario de los niños de 5-6 años, casi desde el principio deseché la idea de sustituirlas por alguna otra que les pudiesen resultar más de "andar por casa" o sortearlas con alguna aburrida perífrasis. Quizás esté equivocada (seguro que sí), pero me inclino a pensar que los adultos somos muy pesados y entrometidos y, las más de las veces, subestimamos el poder de la fuerza de los niños. Cuando estamos aprendiendo un idioma, por ejemplo, y no entendemos alguna palabra concreta dentro de una frase o conversación, nos valemos del contexto y de otras herramientas lógicas para descifrar su significado. Otra opción sería preguntar, claro está, que también es muy sano. Favoreciendo estas dos alternativas, creo que podemos ayudar a que los niños aumenten su vocabulario mientras les despertamos de alguna manera la posibilidad de pensar por sí mismos, el mejor de los regalos que podemos hacerles.  

Lo que he añadido (que soy yo muy de añadir):
Aquí la verdad es que he de reconocer que me he venido un pelín arriba. Sin Aquarius ni nada, a palo seco, que tiene más delito.
Antes de nada, voy a hablar un poco del estilo. Como el cuento es muy largo, me he valido de algunos recursos para intentar atraer la atención de los pequeños oyentes en momentos puntuales de la narración. Por ejemplo, he usado expresiones coloquiales como "hacer de las suyas" / "de golpe y porrazo"; he repetido un misma estructura ,como si de un estribillo se tratase, para que los niños disfruten anticipándose a la acción ("a un baile le siguió otro y otro y otro hasta que, en un descuido del príncipe, Hildoara desapareció por segunda vez sin dejar rastro"), e, incluso, me he tomado la libertad de interpelar a los oyentes para hacerles partícipes del relato ("¿Que en qué consistía? Tranquilos, tranquilos, cada cosa a su tiempo..." / "quizá alguno de vosotros os preguntéis qué fue de los dos villanos de esta historia"). Asimismo, he abusado a propósito de las comparaciones ("tan alta como la cruz de un caballo" / "tan silenciosa como un gato", etc.), ya que me parece que se trata de una figura retórica muy cercana a la infancia, como también lo es la metáfora. Los niños son poetas por naturaleza, es una lástima que luego los transformemos en funcionarios. Por último, he elegido a conciencia todos y cada uno de los adjetivos que acompañan en su aventura a la figura de la princesa Hildoara, para potenciar más aún la fuerza y la independencia del personaje. Estoy convencida de que, tras el bodorrio con Turismundo, apoyó, como poco, el movimiento sufragista del Reino del Dragón... 
Con objeto de evitar el escabroso incesto del cuento original, me he sacado de la manga un trabajo que ni los de Heracles, un odioso barón y, como guinda, un dragón.    
Los nombres de los personajes provienen de un listado de reyes y reinas godos (homenaje velado y chusco a Zipi y Zape).
Alguna cosa queda en el tintero, me temo, pero ya no me voy a alargar más, a no ser que Irune opine lo contrario...   





  






7 comentarios:

  1. Hola Natalia!! creo que has vuelto a hacer un trabajo maravilloso, original y manteniendo, como muy bien dices la estructura perfectamente. No sé si decantarme por el cuento en sí o por el análisis que has hecho. Me parece un análisis completo y muy bien explicado ya que argumentas fenomenal todo lo que has añadido "tu que eres muy de añadir"jajaja.
    Enhorabuena!!

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  2. ¡Gracias, Maribel! Pues no estoy muy contenta con el resultado, no te creas. Mi idea inicial era adaptarlo en verso, pero no me da la vida con tanto moco suelto a mi alrededor.

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  3. Mejor que no lo hayas adaptado en verso, Natalia, el verso limita demasiado.
    Está perfecto, enhorabuena.

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  4. Me ha encantado tu adaptación! Enhorabuena! =)

    A pesar de que seas "muy de añadir" jeje, has sabido incorporar los cambios necesarios para hacer una magnífica adaptación sin perder la esencia del cuento que Irune nos contó en clase...

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